Por el mundo caminan almas sombrías, envueltas en la niebla de sus propios actos. No dudan, no vacilan, creen que su proceder es impecable, como si la sombra que proyectan fuera la luz misma. Muchas veces me pregunto: ¿por qué son así? ¿Qué los ha llevado a moldear su esencia en el hierro frío de la crueldad? La única respuesta que se me ocurre es que su visión del mundo es distinta, deformada por una percepción ajena a la empatía. Lo que para mí es maldad, para ellos es norma, destino, quizás hasta un triunfo. ¿Pero puede haber justificación para tanta dureza?
No sé si alguna vez se detienen a contemplar el final de su propio camino, si alguna noche, en la soledad de su existencia, se enfrentan al eco de sus acciones. La Señora de negro llegará sin aviso y entonces, todo lo que han acumulado, todo lo que creyeron poseer, quedará atrás. Se irán como vinieron: con las manos vacías.
La maldad es una controversia infinita. Es un río que avanza sin remordimiento, dejando a su paso cicatrices profundas. Y ellos, los dueños de ese río, jamás miran atrás. No hay disculpa, no hay redención. Solo el rastro de dolor que, para ellos, no es más que un paisaje habitual.
