la vida
La hija del pueblo se peinaba el cabello
con peine hecho de esfuerzos
y perseverancia y se vestía todos los día
con un vestido confeccionados
con gruesas costuras,
de días de lucha y caminos
controvertidos.
El señor de los zapatos blancos se
acicalaba la melena con brillantina
de gotitas de metal noble de
para brillar como el mismo
astro solar.
También se cepillaba los zapatos
para llevarlos impecables
colocando sobre ambas
punteras moneditas
de plata y oro de las que hacía
sonar en en sus inmaculados bolsillos.
Y por supuesto adornaba su frente
con un turbante
hecho de plumas de pavo real
para aparentar ser tan sofisticado como
este vistoso animal, que deja a todos
boquiabiertos al hacer la rueda
de cortejo a la hembra.
La hija del pueblo iba descalza y la lluvia
salpicaba su cara y le cubría
los cabellos mientras sus pies
avanzaban entre cardos y espinas.
Y... he aquí que un día el señor de los zapatos
blancos se dio de bruces con la hija del pueblo
y se carcajeo de ella al verla tan humilde y sencilla.
El sabia que las moneditas que llevaba en el bolsillo
le abrían las puertas de todos los dominios de la vida
así que se limitó a mirarla como si fuer un minúsculo
insecto.
La hija del pueblo a pesar de las dificultades
seguía avanzando y a veces se sentía tan cansada que
debía parar para recuperar las fuerzas,
durante esas paradas contemplaba
al señor de los zapatos blancos
con su traje inmaculados y su característico sonido
de moneditas mientras andaba con toda distinción
sobre las alturas, con sus plumas de colores.
Pero la hija del pueblo seguía adelante a pesar de no
tener plumas de colores, ni zapatos blancos, ni moneditas
constantes y sonantes en los bolsillos de su viejo y harapiento vestido.
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