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miércoles, 20 de febrero de 2019

La hija del pueblo y el señor de los zapatos blancos

La hija del pueblo y el señor de los zapatos blancos es una alegoría de un contraste que se da muy a menudo en la vida. Son desequilibrios muy notorios entre la abundancia y el no tener nada. Entre la pobreza y la riqueza y la voluntad de seguir adelante y la superación a pesar de los contratiempos de 
la vida

 
La hija del pueblo se peinaba el cabello
con peine hecho de esfuerzos
y perseverancia y se vestía todos los día 
con un vestido confeccionados 
con gruesas costuras,
de días de lucha y caminos
controvertidos.
El señor de los zapatos blancos se 
acicalaba la melena con brillantina
de gotitas de metal noble de 
para brillar como el mismo
astro solar.
También se cepillaba los zapatos
para llevarlos impecables
colocando sobre ambas 
 punteras moneditas
de plata y oro de las que hacía 
sonar en  en sus inmaculados bolsillos.
Y por supuesto adornaba su frente 
con un turbante
hecho de plumas de pavo real
para aparentar ser tan sofisticado como 
este vistoso animal, que deja a todos
boquiabiertos al hacer la rueda 
de cortejo a la hembra.
La hija del pueblo iba descalza y la lluvia
salpicaba su cara y le cubría
los cabellos mientras sus pies 
avanzaban entre cardos y espinas.
Y... he aquí que un día el señor de los zapatos
blancos se dio de bruces con la hija del pueblo
y se carcajeo de ella al verla tan humilde y sencilla.
El sabia que las moneditas que llevaba en el bolsillo
le abrían las puertas de todos los dominios de la vida
así que se limitó a mirarla como si fuer un minúsculo
insecto.
La hija del pueblo a pesar de las dificultades 
seguía avanzando y a veces se sentía tan cansada que 
debía parar para recuperar las fuerzas, 
durante esas paradas contemplaba 
al señor de los zapatos blancos
con su traje inmaculados y su característico sonido
de moneditas mientras andaba con toda distinción
sobre las alturas, con sus plumas de colores.
Pero la hija del pueblo seguía adelante a pesar de no 
tener plumas de colores, ni zapatos blancos, ni moneditas
constantes y sonantes en los bolsillos de su viejo y harapiento vestido.

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