Hay escenas de mi infancia que se quedaron grabadas en mi memoria para siempre. Recuerdo como me gustaba correr y jugar entre la hierba y aquellas matas de margaritas tan grandes que me parecían un gran bosque cuando me adentraba entre ellas, intentando hacer un ramito. Olían de una forma muy especial. Un aroma que no he vuelto a percibir. Será porque hay que tener la inocencia de una niña para poder percibir el mundo de esa forma tan diferente y única. Pero volviendo a mi relato, les contaré que aquella mañana me levanté cuando el sol ya estaba acariciando as cumbres de las lejanas montañas. Como siempre tomé el caminito de tierra que bajaba la cuesta que conducía al pozo de vieja piedra. Al llegar al fina de la cuesta, mis ojos quedaron fijos y mi boca abierta por la sorpresa. Había muchos pajaritos. Muchísimos pajaritos. Estaban unos juntos a otros intentando levantar el vuelo. Pero era como si sus patitas estuvieran enganchadas en algo que les impedía volar. Rápidamente me dirigí hacia ellos para ayudarles. Pensé que quizás se habían enganchado en alguna planta espinosa y por eso no podían volar. Mi sorpresa fue mayúscula cuando de repente sonó una algarabía de gritos:
¡Atrapen a esa niña!
¡Detenga a esa niña!
¡No se te ocurra hacerlo niña!
Entonces mis ojos inocentes y aterciopelados se quedaron atónitos y horrorizados, contemplando a aquellas criaturas horribles que salían de detrás de los árboles, donde se habían ocultado después de tender las redes para cazar a mis amigos alados.
Ellos me miraban como si estuvieran ante un bicho raro, con una expresión de perplejidad en los rostros barbudos y desaliñados que jamás he podido olvidar y es que ellos no podía entender a aquella extraña niña. Pero lo que no sabían es que menos los podía entender aquella niña a ellos
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